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viernes, 17 de octubre de 2008

VOLENCIA

No me resisto a contaros una pequeña etapa de mi vida. Me llamo Carmen, tengo 32 años y soy madre de una parejita: la niña de 3 años y el niño de 8.

Mi vida transcurría por unos derroteros normales. Hasta que un día él llegó bastante borracho. Los ojos encendidos, el rostro rígido, lleno de ira. Al perecer las cosas no le habían ido muy bien y temí que lo pagara conmigo. Me fui hacia la cocina, pero el se interpuso y me dio tal bofetada que tuve la sensación de que la cabeza se me separaba del cuerpo. Parecía un balón de fútbol al que hubieran inflado hasta el punto de estallar. Me cogió del brazo con fuerza hasta hacerme daño y me dio un puñetazo en la sien, que me dejó semiinconsciente. Salí corriendo de la casa y me dirigí a la de mi madre.

Por el camino iba jurándome que jamás volvería a estar con este animal. Llegué a casa de mis padres y mi hermano me re4comendó que fuéramos al forense. Así lo hicimos y pusimos la correspondiente denuncia. La Justicia dictó orden de alejamiento y me concedió la custodia de mis hijos, con la posibilidad de que el padre los viera la mañana de los domingos.

Así transcurrió casi un año. Un día, cuando vino a devolver a los niños, me pidió que me quedara fuera, que tenía una cosa importante que decirme. Me negué pero ante su insistencia pensé que no perdía nada con escucharle….

- Carmen -me dijo- soy otro hombre desde aquel día no he vuelto a beber absolutamente nada. Recuerdo aquel aciago momento y no puedo perdonarme. Fui brutal contigo y no pasa ni un minuto en que no me arrepienta. Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré. Eres lo más bonito que me ha ocurrido en la vida. Sin ti y sin los niños seguir en este mundo no tiene sentido para mi.

Su voz era cálida. Las palabras casi se le quebraban en la garganta. Su rostro era triste y compungido.

-Podríamos llegar a un acuerdo. Veniros a casa tú y los niños y viviríamos para ellos.

Educarlos en paz y concordia, haciendo que dispusieran de un futuro más bueno que el nuestro. Dormiríamos en habitaciones separadas. Haríamos una vida aparentemente normal pero yo siempre respetaría tus condiciones. Te prometo que nunca te arrepentirás.

Las palabras llegaban a mis oídos como un canto de sirena. Sentí cómo mi firmeza del principio iba flaqueando. Le dije que lo pensaría y que el próximo fin de semana lo hablaríamos: pero yo en mi fuero interno sabía que se produciría una claudicación por mi parte.

Vivimos así durante unos meses. Él se comportaba como había prometido. Un día, cerca de Navidad, ocurrió un hecho especial. Sentados frente a la chimenea, el fuego encendido y las llamas jugueteando con las sombras. Me habla con una voz suave, acariciadora que me transporta a paraísos no soñados. Se acerca a mí, no puedo resistirme. Me abandono en sus abrazos. Hicimos el amor con más dulzura que nunca. Pienso que estamos consiguiendo la normalidad en nuestro matrimonio y que esto va a durar eternamente.

Las crudezas del invierno ya habían pasado. Nos encontramos en el mes de marzo. Después de llevar los niños al Colegio me dispongo a preparar el almuerzo. Oigo un portazo. Acudo a la puerta de entrada y me lo encuentro allí. Casi no podía sostenerse en pie. ¿Has bebido? Le dije de la mejor manera posible.

.

- He bebido lo que me ha salido de los co… so tía zorra. Tú no eres quien para llamarme loa atención. Tu única misión es acatar mis órdenes.

Estaba fuera de sí, con los ojos inyectados en sangre. Echaba espuma por la boca. Puso la mano en una silla, la enarboló y me dio con ella en la cabeza. Casi perdí el conocimiento, me toqué la herida y observé mi mano llena de sangre. Antes de que pudiera darme cuenta me asestó una patada y después me cogió del pelo y tiro hacia él mientras me golpeaba con el puño cerrado en la boca. Noté el sabor agridulce de la sangre y algo duró dentro de ella; eran tres dientes que me había roto. Me tiró al suelo y empezó a darme con los dos pies de una manera desaforada. Yo me sentía cada vez más débil. Cuanto más le rogaba que dejara de pegarme más se enfurecía y los golpes se hacían más fuertes. Noté un dolor agudo en el ojo izquierdo; me había dado tal puntapié que el ojo se me había salido de su órbita. A continuación me quitó los pantalones y las braguitas. Me hizo unos cortes con una navaja, en la zona comprendidita entre el ombligo y la pelvis. Fue a la cocina y vino con el salero y echó en las heridas gran cantidad de sal. Yo no podía resistir más pero aún me quedaba por sufrir. Me violó y, después de satisfacerse, me rompió algunas costillas dándome con fuerza en el pecho. La última faena que recuerdo fue un duro golpe en el costado. Debió afectar a algo vital de mi organismo porque ya no sentí ni dolor, ni angustias.

La vida se me escapaba poco a poco. Veía un túnel muy largo y al fondo una luz muy brillante.

Blanca.

Después, nada.

El silencio

1 comentario:

Angela Magaña dijo...

¡Que barbaridad! Se me ha encogido el corazón. Te mando un abrazo, amigo. Hasta pronto