Seguidores

martes, 5 de mayo de 2009

3.- A la hora en punto.


Estábamos inmersos en los gloriosos años 50, año arriba, año abajo. En Cañizares, nos dice Frasquito, teníamos una manera especial de comportarnos y el que salía gracioso, lo era una “jartá”. En esta escala (en lo más alto de la misma) se encontraba Carlos, el protagonista de nuestra historia.

Su figura era más bien rechoncha, lo que le hacía parecer más bajo de lo que en realidad medía. La cabeza más bien gorda, sin llegar a la del niño de Gabia. En la boca siempre un amago de sonrisa, como si todo a su alrededor le incitara al cachondeo. Su mirada incisa, escudriñando los alrededores, en busca de una buena presa para hacerla víctima de sus chanzas, que se contaban por miles cada día.

A menudo se acompañaba de Pepe, que no le iba a la zaga. Aunque siempre hacía el papel de comparsa de Carlos, también tenía sus “caídas” que, en algunas ocasiones, no había por qué envidiar a las de Carlos. Pepe tenía un taller de relojería y un arte especial para arreglar aquellos relojes (Roskopf patent, Omega, Longines, etc.) de marcha mecánica, con sus ruedas provistas de rubíes, sus saetas de oro, su corona chapada y la esfera blanca con números negros. Relojes de verdad, de los de antes (cuando aún no se había inventado el cuarzo). Lo que se dice un verdadero artista; eso sí, un poquito duro para arrancarse a trabajar.

Un día de verano, el calor pegajoso cargaba el ambiente lleno de moscas de las muchas que acudían por la “temporá” a Cañizares en busca del dulce de las cañas de azúcar. El aire rezumaba por tal motivo un sabor agridulce que, en ocasiones, resultaba insoportable. Llegó al susodicho taller, en el que casualmente estaba también Carlos, un hombre de un pueblo cercano a Cañizares, que fue a preguntar si su reloj estaba ya compuesto porque hacía más de un año que lo había llevado a arreglar.

De pronto, en un reloj de pared que por lo visto estaba arreglado y daba las horas, sonaron cuatro cuartos y una campanada. Carlos saltó como un resorte y extendió el brazo derecho, realizó un conocido saludo de la época y comenzó a cantar, acompañado de Pepe, que sin ponerse de acuerdo con él, había adoptado la misma postura nacional-sindicalista:

“CON EL RUMOR DE LA FAENA, RITMO FEBRIL DE MI TALLER

FORMÓ EL LATIDO QUE DA VIDA A UNA NACIÓN QUE VUELVE A SER…”

El pobre hombre no sabía qué hacer, si extender el brazo, ponerse firme o salir corriendo.

Cuando terminaron de cantar el himno del trabajo. le explicaron que se había recibido una Orden del Gobierno Civil, con instrucciones concretas de finalizar la faena a las 13 horas en punto, sin que a partir de esa hora pudiera el local estar abierto, ni atender a cliente alguno. Y “déstas y como éstas”, ¿Para qué contaros?

El hombre se resignaría y me figuro que volvió otro día, pero lo que es cierto es que la sangre no llegó al río

Y es que en Cañizares, como siempre, nunca pasa nada.